La forma del agua

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Guillermo del Toro es uno de los directores más originales trabajando hoy en día, y uno de los más prolíficos. No estrena películas como director todo los años, pero ha trabajado como productor en incontables proyectos, y anuncia nuevas películas con frecuencia (muchas de las cuales nunca llegan a realizarse, dicho sea de paso). Es un cineasta con una visión muy específica, un estilo visual muy particular —y atractivo—, y un talento innato para contar historias fantásticas muy entretenidas, verosímiles, lúgubres y hasta románticas.

Es por todo esto que, a pesar de que no fui un fanático de su cinta anterior, “La cumbre escarlata”, estaba esperando el estreno de “La forma del agua” con mucha anticipación. Y puedo decir con cierto orgullo que no fui decepcionado; “La forma del agua” es una bellísima película de amor, un filme protagonizado por personajes inmediatamente memorables, que cuenta con una historia arquetípica de la forma más original y madura posible. Visualmente espectacular e impecablemente actuada, se trata de mi película favorita del 2018 hasta el momento.

“La forma del agua” se desarrolla en la década de 1960, en plena Guerra Fría. Nuestra protagonista es Eliza Esposito (Sally Hawkins), una mujer muda que trabaja como parte del equipo de limpieza en una base militar. La cinta comienza mostrándonos su rutina diaria: se despierta —de noche—, hierve huevos, toma un baño, y se masturba. Vive al costado de Giles (Richard Jenkins) un artista gay que no se atreve a salir del clóset, y su mejor amiga en el trabajo, Zelda (Octavia Spencer) es una mujer negra que siempre se queja de su marido. “La forma del agua” está protagonizada por personajes que, en aquella época, eran considerados como marginados: tenían que pelear por sus derechos, por ser considerados iguales a los demás.

Un buen día, llega a la base un doctor llamado Hoffstetler (Michael Stuhlbarg), junto con algo llamado “El activo”. Eliza descubre rápidamente que se trata de una caricatura anfibia, un ser inteligente, capaz de tener sentimientos y relacionarse con los seres humanos. Pero el villano de turno, Strickland (Michael Shannon) no parece estar de acuerdo con la existencia de este hombre. Es más, quiere abrirlo para que sea más fácil “estudiarlo”, razón por la que, luego de entablar una suerte de amistad con él y enseñarle lenguaje de señas. Eliza se anime a aliarse con el buen doctor para sacarlo de la base y salvarle la vida.

“La forma del agua” resulta ser encantadora y bella gracias a la manera tan realista y conmovedora que desarrolla su historia de amor central. Se trata de una nueva versión de “La Bella y la Bestia”, en donde la primera no es una mujer clásicamente bella, y el segundo no es una criatura capaz de expresarse de a través del lenguaje. De hecho, ni siquiera la bella es capaz de aquello, razón por la cual parecen entenderse rápidamente; ambos son parias, ambos son incapaces de relacionarse con las personas de la manera en que todos esperarían. Son almas solitarias y algo tristes, pero capaces de sentir un amor intenso y verdadero.

Es una historia realmente hermosa, y Del Toro la cuenta muy a su estilo. El villano, interpretado por Shannon, por ejemplo, es un verdadero monstruo. Es la masculinidad tóxica en persona, un hombre amante de los carros caros, que prefiere ser el dominante cuando tiene sexo con su esposa, y que no considera que las personas afroamericanas, mudas u homosexuales están al mismo nivel que él. Se trata de un adversario realmente terrorífico, alguien que, a pesar de ser humano, es más monstruo que la criatura que ha encontrado cerca a un río en Sudamérica. Shannon está muy bien como Strickland; uno realmente llega a entender por qué es cómo es, y por qué se siente tan amenazado por los protagonistas.

Sally Hawkins es una gran actriz, y su papel como Eliza es, posiblemente, el mejor rol que ha interpretado hasta ahora. Logra decir mucho sin tener que pronunciar una sola palabra; es muy buena transmitiendo sentimientos, sensaciones e intenciones a través de miradas, a través de lenguaje corporal, convirtiendo a Eliza en un ser humano muy completo, una mujer conmovedora y fuerte y apasionada. El rol requiere que se desnude con frecuencia, pero no son instancias gratuitas; son necesarias tanto para desarrollar al personaje, como para contribuir con la historia.

De hecho, disfruté mucho de la manera en que Del Toro y su equipo presentan la sexualidad femenina de forma tan natural y casual. Eliza se masturba como cualquier otra mujer —el hecho de que sea muda no quiere decir que no pueda expresarse sexualmente—, y tiene los mismos deseos. No es todos los días que uno ve una representación tan sana de la sexualidad femenina —y menos en un blockbuster Hollywoodense—, razón por la que “La forma del agua” se siente tan refrescante, tan única. Sin ánimos de malograrles la película, puedo mencionar que la sexualidad es un punto muy fuerte en la trama, y en la manera en que Eliza y el Hombre Anfibio se relacionan.

Por su parte, tanto Richard Jenkins —interpretando a Giles de la manera más adorable e inocentona posible—, como la gran Octavia Spencer —algo desperdiciada, si debo ser honesto— y el siempre infravalorado Michael Stuhlbarg están muy bien. Pero fuera de Sally Hawkins, es Doug Jones quien se roba el show. El frecuente colaborador de Del Toro —interpretó al Hombre Pálido en “El laberinto del Fauno”, por ejemplo— interpreta al Hombre Anfibio con inocencia y fortaleza, como una magnífica criatura de movimientos suaves, casi endiosada. Se trata de uno de los artistas físicos más talentosos de los últimos años, cuestión que se hace evidente en este filme, ya que tanto él, como Del Toro, prefirieron que use maquillaje y un traje especial, en vez de construir al personaje digitalmente. De hecho, el diseño del Hombre Anfibio es espectacular; sorprendentemente guapo, pero aterrador cuando debe serlo.

Puede que en un principio, el romance entre Eliza y el Hombre Anfibio suene algo perturbador, hasta asqueroso, pero ese no es el caso. Lo que Del Toro hace es demostrar que el amor es un sentimiento verdadero, que no debe tener como límites la apariencia física o las restricciones físicas. Eliza y el Hombre Anfibio se enamoran porque ambos son criaturas solitarias, porque se entienden mutuamente a pesar de que el mundo alrededor suyo no lo haga. Hasta cierto punto, es el mismo mensaje que transmitía “La Bella y la Bestia” —el corazón es lo que importa, no la apariencia física—, solo que esta vez, la Bella no es una princesa —todo lo contrario— y la Bestia no está bajo ningún tipo de conjuro.

Visualmente, “La forma del agua” es una de las películas más hermosas que jamás haya visto. El diseño de producción le otorga al filme una cualidad etérea, fantástica; desde el departamento de Eliza, hasta la base militar, llena de corredores fríos y laboratorios aterradores, todo set resulta innegablemente atractivo, y ayudan a transmitir mucho de lo que Del Toro está tratando de hacer con la historia. El director hace un gran uso de lentes angulares y planos abiertos para transmitir la grandeza la trama, utilizando primeros planos o fondos desenfocados únicamente cuando considera que es necesario. La música de Alexandre Desplat, por otra parte, es sublime.

“La forma del agua” se ha convertido rápidamente en mi cinta favorita de las nominadas al Óscar a Mejor Película este año. Se trata de una historia de amor universal, conmovedora y emocionante. Las actuaciones del reparto entero son excelentes, la caracterización de la pareja central es verosímil —tan verosímil como puede llegar a ser el romance entre una mujer muda y una mítica criatura anfibia—, y la manera en que Del Toro estructura el filme es intrigante; los momentos de tensión son frecuentes, gracias a que no sacrifica aspecto alguno de la cinta para atraer a un público más amplio (incluye violencia, sangre, desnudas y malas palabras). “La forma del agua” es una fascinante experiencia emocional e intelectual, y una de las mejores películas que jamás haya dirigido Guillermo del Toro.
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