La chica de la aguja, de Magnus von Jorn, es una película que muestra las cosas tal y como se supone sucedieron. No anda con rodeos, no censura, no deja nada para la imaginación. De esa forma, nos narra una historia cruenta, cruel, que se lleva a cabo en un mundo sin esperanza, donde las mujeres son consideradas como objetos, como fábricas de bebés que, si no llegan a producir algo “correcto” o si no van de acuerdo a las normas sociales de la época, son descartadas. Es así, pues, que La chica de la aguja termina sintiéndose como una experiencia potente, incómoda —como el tipo de filme que agradezco haber podido ver en el cine, pero que preferiría no volver a ver nunca más en mi vida.
La chica de la aguja se lleva a cabo en la Copenhagen de principios del siglo pasado, hacia finales de la Primera Guerra Mundial (o la Gran Guerra, como se le conocía en aquella época). Nuestra protagonista es la titular chica, Karoline (Vic Carmen Sonne, de Azrael) quien al inicio de la historia está sumida en la más profunda pobreza: trabaja en una fábrica de costura, sí, pero su esposo la ha abandonado, y ni siquiera tiene suficiente dinero para pagar el alquiler de su pequeño departamento. Es así que termina siendo desalojada, y se ve obligada a mudarse a un cuarto mugroso, sin baño ni agua caliente, completamente sucio y con un techo lleno de agujeros por donde gotea agua.

Las cosas parece cambiar para bien, sin embargo, cuando comienza una aventura con su jefe, Jørgen (Joachim Fjelstrup), quien incluso le promete se casará con ella. Pero este no es el tipo de película en la que los personajes obtienen lo que quieren, por lo que después de ser rechazada por la familia del tipo, Karoline acaba en la calle. Lo peor, sin embargo, es que su esposo, Peter (Besir Zeciri) había regresado de la guerra pero ella lo había rechazado para, en teoría, irse con Jørgen, y ahora se ha quedado sin casa, sin pareja, y embarazada. Es por eso que termina yendo a unos baños públicos, y aguja en mano, trata de inducirse en aborto.
Antes de que pueda llegar muy lejos, no obstante, Karoline es detenida por una señora llamada Dagmar (Trine Dyrholm) y quien asumimos es su hija, la pequeña Erena (Ava Knox Martin). Resulta que la primera maneja una suerte de servicio de ayuda para madres en la parte trasera de su tienda de dulces, en donde recibe los bebés que las familias no quieren y, supuestamente, se los entrega a familias felices. Enterándose de eso, Karoline decide tener al bebé y dárselo a la señora, y luego, comenzar a trabajar para Dagmar, para así, en teoría, hacer algo de bien. Pero nuevamente, como esta no es una película feliz, resulta que este personaje nuevo está basado en Dagmar Overbye, una asesina serial de la vida real que a principios del siglo veinte mató entre nueve y veinticinco bebés, y acabó muriendo en prisión.
Interesante, pues, que von Jorn haya decidido contar la historia de Overbye no desde la perspectiva de la asesina, si no más bien de una de sus víctimas, quien además, sin saberlo, se convierte en su más importante ayudante. No obstante, vale la pena recalcar que Karoline no existió en la vida real, y que se supone una de las características más resaltantes de Overbye era su aparente soledad. Era una mujer sin familia ni pareja ni amigos, y muchos en su época relacionaron aquella vida de reclusa con sus actos de innombrable violencia. El darle una amiga en La chica de la aguja, hasta cierto punto, convierte a esta Overbye en un personaje completamente distinto al de la vida real, al menos en términos de personalidad y caracterización en general.
Ahora bien, como se dio a entender líneas arriba, La chica de la aguja es una cinta que no pretende esconder de qué se trata, ni suavizar los sucesos más importantes de su narrativa. En términos de tono, de hecho, es una experiencia completamente deprimente, en donde los personajes principales sufren continuamente, encontrando poca esperanza en una sociedad que las rechaza, que no encuentra valor en ellas fuera de la “fabricación” de bebés que, además, sí o sí deben ser sanos. La banda sonora, minimalista y por momentos perturbadora, complementa el tono completamente sombrío, haciendo que La chica de la aguja se desarrolle como una historia de terror más escalofriante que cualquiera que involucre a fantasmas, monstruos o zombies.
La dirección de von Jorn y la dirección de fotografía en blanco y negro de Michal Dymek también contribuyen a esta sensación palpable de que cualquier cosa puede salir mal en cualquier momento. El filme comienza con un breve prólogo en el que se mezclan rostros, distorsionados, contusionados, todos iluminados de forma contrastada. Y en general, la película maneja una estética que favorece las sombras profundas, y donde las caras muchas veces son iluminadas con luz dura, desde abajo, para marcar arrugas y líneas de expresión y bolsas debajo de los ojos. Además, se utilizan muchos planos a contraluz, especialmente para personajes como Dagmar, quien con frecuencia entra a escena como una silueta, como si se tratase del mismísimo Conde Orlok, lista para cometer atrocidades.

Como Karoline, Vic Carmen Sonne da una interpretación verosímil, sutil, que a través de contorciones faciales logra expresar mucho dolor y arrepentimiento. Como personaje, Karoline no es perfecta, o siquiera bondadosa —por un lado, no llega a ser tan monstruosa como Dagmar, claramente, pero por otro lado, se nota que es una aprovechadora; alguien que haría cualquier cosa para salir de la miseria en la que se encuentra. Es esa dualidad lo que la convierte en una protagonista fascinante; imperfecta, pero que da mucha pena. Y como Dagmar, Trine Dyrholm logra humanizar a esta asesina serial de bebés hasta cierto punto. El filme nunca intenta justificar sus actos a través de flashbacks o ridículas explicaciones psicoanalíticas, por lo que Dyrholm trabaja únicamente con el presente. Por ende, la convierte en una figura misteriosa, críptica, que intenta explicar sus acciones diciendo que le está haciendo un favor a las madres que tan fácilmente descartan a sus bebés.
La chica de la aguja es de las experiencias más incómodas que haya tenido en el cine en un buen tiempo. Más terrorífica que cualquier película de horror comercial, lo que hace el filme es desarrollar pavor y tensión a través de situaciones que sabemos pasaban a cada rato en las sociedades occidentales de principios del siglo veinte, y que quizás podrían seguir pasando, aunque con menos frecuencia, hoy en día. Exquisitamente fotografiada y cruenta como ella sola, La chica de la aguja no es una película que le recomendaría a cualquiera, especialmente por lo miserabilista que se puede sentir por momentos (pero felizmente no todo el tiempo). Sin embargo, creo que sí es una historia que debió ser narrada, y que además, debió ser narrada de esta forma. Véanla una vez —eso será suficiente para que muchas de sus imágenes más potentes se queden grabadas en sus cabezas.
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