American Graffiti

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Cuando uno ve “American Graffiti”, la comedia juvenil clásica de George Lucas, no puede evitar pensar en lo que hubiese pasado si es que no se animaba a dirigir “Star Wars”, o si aquel primer episodio de la ahora billonaria saga simplemente no funcionaba. Viendo tanto este filme como su esfuerzo anterior, “THX 1138”, o incluso sus cortos universitarios, uno observa a un Lucas distinto, más experimental, menos dependiente de artificios visuales o de diálogo mal escrito. De cierta forma, es un Lucas más honesto, más dispuesto a contar historias profundamente personales para él, ya sean metáforas sociales y sorprendentemente pesimistas, o ejercicios de nostalgia y melancolía, dedicados a una época breve que muchos no conocimos y que nos resulta inevitablemente ajena.

Se trata de un tren de pensamiento fascinante, especialmente ahora que, al haber vendido Lucasfilm a Disney, Lucas ha declarado que se dedicará a filmar cintas más experimentales, las cuales probablemente nunca llegaremos a ver. Mientras esperamos a que, efectivamente, comience con esas producciones, sin embargo, vale la pena ver “American Graffiti” una vez más. Se trata, pues, de una de esas películas eternamente repetibles, una comedia por momentos realista y por otros muy fantástica, la cual tiene mucho qué decir sobre una generación que, hasta cierto punto, se negaba a crecer, y que valoraba mucho la inocencia de su juventud: los carros rápidos, los amoríos breves, y el rocanrol previo al surgimiento de los Rolling Stones.

Mucho se ha dicho sobre lo simple que es la narrativa de “American Graffiti”; simple a primera vista, al menos. La estructura de la película es fascinante, dependiente de la presencia de Wolfman Jack (quien se interpreta a sí mismo), un reconocido DJ de rocanrol que sirve como la columna central de la historia, como lo puso Walter Murch, amigo de Lucas. “American Graffiti” es un musical no porque los personajes canten todo el tiempo o se pongan a bailar sin razón alguna, si no porque la música es parte integral de la identidad del filme; las canciones nunca paran, y cuando lo hacen, los personajes se dan cuenta y resulta en un acontecimiento importante o grave (como cuando le roban el carro a Toad, interpretado por Charles Martin Smith). “American Graffiti” tiene una de las bandas sonoras más memorables de la historia del cine norteamericano, la cual logra transportarlo a uno a una época y lugar muy específicos.

Lo cual, siendo justos, no es trabajo fácil. Siendo yo un hombre peruano de 27 años, no podría estar más alejado de la generación que fue parte de este movimiento juvenil norteamericano a principios de los años 60, una época innegablemente inocente, breve pero, aparentemente, muy divertida y libre de preocupaciones demasiado agobiantes. Estamos hablando de un Estados Unidos pequeño, de pueblos enanos y jóvenes a los que solo les interesaban los carros y la comida rápida y las chicas y el rocanrol, antes de Vietnam, antes de todo el cinismo que inundaría a aquel país a finales de los años 60. “American Graffiti” no es solo una cinta muy entretenida y consistentemente hilarante, si no también una reproducción nostálgica y, según quienes vivían en el año 62, muy exacta de lo que era ser joven en aquella época.

De hecho, “American Graffiti” es la primera comedia nostálgica popular, la cual hizo uso de incontables canciones para transportar a su público objetivo a sus años mozos. Hoy en día esto es bastante común —consideren, si no, la innegable nostalgia que existe hacia los años 80, en series como “Stranger Things” o películas como “Super 8” o “It”—, pero “American Graffiti” fue la primera producción grande en hacerlo. Fue la primera en popularizar, también, los textos finales —previos a los créditos— que nos informan sobre el destino de sus protagonistas. Para algunos, este desenlace es algo pesimista o deprimente —resulta chocante enterarse de las eventuales muertes de algunos protagonistas, luego de haber vivido una aventura tan aparentemente light—, pero no podemos negar lo potente —e innovador para la época— que resulta.

Regresando a la trama. Todo lo que nos muestra “American Graffiti” es la manera en que un grupo de jóvenes viven su última noche como colegiales. Curt (Richard Dreyffus) está a punto de irse del pueblo de Modesto, California, con su mejor amigo, Steve (Ron —¿o Ronnie?— Howard), para estudiar en la universidad. Pero no está seguro de irse —le tiene demasiada nostalgia a su colegio, a su pueblo, a sus amigos… ¿o de repente le tiene miedo al cambio? Steve, por su parte, primero está segurísimo de lo que va a hacer, pero puede que sus conversaciones con su novia, Laurie (Cindy Williams) le hagan cambiar de parecer.

También tenemos a John (Paul LeMat), el eterno adolescente, y el corredor más rápido del pueblo, quien se ve obligado a cuidar de una chica púber, Carol (Mackenzie Phillips), mientras busca a un nuevo desafiador que acaba de llegar a Modesto (Bob Falfa, interpretado por un jovencísimo Harrison Ford). Finalmente, también está el anteriormente mencionado Toad (Martin Smith), el típico nerd de lentes y ropa estrafalaria, quien aprovechará su posición como cuidador oficial del carro de Steve para manejar por el pueblo y buscar a la chica de sus sueños.

Lucas no ha hecho nada más honesto y personal que “American Graffiti”, y dudo que vaya a volverlo a hacer. Resulta cautivador ver la manera en que desarrolla la costumbres de la juventud en aquella época; la cultura de carros (prácticamente cada protagonista es dueño de uno, y los que no, como Toad, al menos tienen una Vespa), las carreras o “piques”, las pandillas (en este caso, un grupo de greasers llamados los Faraones), los points donde juntarse (como el ahora famoso Mel’s Drive In), y por supuesto, la música. Los chicos buscaban a las chicas en su carro, las trataban de impresionar con sus “máquinas”, hacían bromas pesadas, burlaban a los policías, y al final del día, regresaban a casa, sin mayores preocupaciones, sin pensar mucho en el futuro o en lo que podría estar ocurriendo fuera de su pueblo.

Hasta cierto punto, “American Graffiti” presenta todo esto de manera idealizada, a veces muy sincera —como cuando Steve trata de convencer a Laurie de tener sexo— pero frecuentemente fantasiosa. Pero incluso los momentos menos creíbles —como cuando Curt se obsesiona con encontrar una chica rubia que, al parecer, le murmuró “te amo” desde su carro— vienen de un lugar honesto: de la obsesión de los jóvenes con el amor, con la chica ideal, y de las excusas que encontraban para no seguir adelante, para no dejar atrás todo lo que ya conocían y adentrarse en una nueva vida, con nuevas personas y nuevos lugares por conocer. El miedo de romper amistades —Curt y sus amigos de colegio— o relaciones — Steve y Laurie—, pero también el prospecto de tener nuevas experiencias —Toad y sus aventuras con Debbie (Candy Clark).

Lucas nunca ha sido un maestro a la hora de dirigir actores —su fuerte siempre ha estado en lo visual, sus composiciones, sus efectos especiales, la generación de sensaciones—, por lo que resulta particularmente sorprendente el que las interpretaciones del reparto entero sean tan creíbles. Richard Dreyfuss (antes de “Encuentros Cercanos del Tercer Tipo”) interpreta perfectamente al chico popular —con amigos, con profesores— que aparentemente lo tiene todo claro, pero que está lleno de inseguridades, de miedos. Ronny (jeje) Howard es sólido también como Steve, un chico que quiere salir de su pueblo y experimentar… pero a la vez no. La manera en que trata a Laurie no siempre es la mejor —son los años 60, después de todo— pero representa a la perfección el tipo de errores que los adolescentes cometen en su relaciones amorosas; lo bonito, lo reprensible, y lo feo.

Charles Martin Smith hubiese podido convertir a Toad en una caricatura, pero el personaje está lo suficientemente bien construido como para que no resulte desesperante; sus deseos, sus aspiraciones vienen, nuevamente, de un lugar honesto, y retratan situaciones que hemos visto incontables veces en filmes posteriores. Pero recuerden: “American Graffiti” fue la primera. Y en todo caso, creo que todos podemos relacionarnos con sus intentos por comprar licor ilegalmente, o por verse cool frente a la chica de sus sueños. Desgraciadamente, el foco de “American Graffiti” no está en sus personajes femeninos —está, más bien, en un grupo de chicos que representan varias etapas de la vida de Lucas, desde su identidad nerd cuando estaba en la secundaria, hasta su época de corredor de carros que lo involucró en un terrible accidente—, pero felizmente están bien actuados; la Laurie de Cindy Williams es particularmente entrañable.

A nivel técnico, “American Graffiti” tiene una cualidad documentalesca, sencilla pero muy eficiente, lo cual le otorga una sensación de urgencia y, más importante, de verosimilitud, de la que comedias adolescentes posteriores simplemente carecían. El bajo presupuesto obligó a Lucas a usar muchas primeras tomas, lo cual resultó en los momentos más memorables y divertidos del filme —consideren, si no, el choque inicial de la Vespa de Toad en una pared del Mel’s Drive In, o el globazo de agua que recibe Carol en la cara mientras maneja con John. “American Graffiti” demuestra, además, la obsesión de Lucas por los carros clásicos y la velocidad; cada automóvil luce absolutamente impresionante, y las escenas de piques —especialmente la final— están filmadas con estilo y energía.

No hay mucho más que pueda escribir sobre “American Graffiti”. Es una de las comedias adolescentes más importantes del cine norteamericano, un filme que sentó precedente y que ha sido imitado —y, siendo justos, superado— incontables veces, pero que resulta igual de encantadora y entretenida y honesta hoy en día que hace más de cuarenta años. Viéndola desde una perspectiva contemporánea, sus falencias pueden resultar más evidentes —los personajes femeninos mal desarrollados, momentos exagerados que contrastan terriblemente con las escenas de mayor realismo—, pero al final del día, no llegan a arruinar la experiencia general. “American Graffiti” logra transportarte a 1962, sin importar qué edad tengas, a un momento de la historia norteamericana en el que uno solo tenía que preocuparse por su carro, su música y sus amigos; en lo que haría esa noche, y las siguientes noches de un eterno verano.

 

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