Los tiburones – 23 Festival de Cine de Lima

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Resulta interesante ver una película tan —relativamente— sencilla como “Los tiburones” en el marco del 23 Festival de Cine de Lima. Después de todo, no se trata de un filme que tenga mucho qué decir a nivel social o político, o de una historia demasiado compleja, con personajes que estén pasando por situaciones peligrosas o particularmente dramáticas. Puede que me esté dejando llevar por los clichés con los que uno relaciona a las “películas de festival” —después de todo, “Los tiburones” no está ni cerca a cumplir con alguno de esos “requisitos”. Se trata, más bien, de una historia estilo coming of age, en el que vemos a una adolescente en pleno despertar sexual, reaccionando a la gente a su alrededor, aparentemente incomprendida tanto por su familia, como por las otras chicas de su edad. Altamente simbólica, “Los tiburones” claramente tiene algo que decir, pero al salir de la sala de cine, no pude evitar sentir que se quedó un poco en la superficie.

La cinta cuenta la historia de Rosina (Romina Betancur), una chica de quince años que vive con sus padres, su hermano menor, y su hermana, también adolescente, en un balneario uruguayo. La temporada de turismo se está acercando, pero los pueblerinos se dan con la sorpresa de que el mar podría estar —o no— infestado de tiburones. Esto, lógicamente, alejaría a los turistas (al más puro estilo de “Tiburón”, de Spielberg), por lo que deciden unirse y tratar de cazar a dichos animales. Mientras tanto, Rosina se ve involucrada con un chico, se pelea con su hermana, y usa la presencia de los supuestos tiburones en las aguas cercanas a su casa como excusa para encontrar algo que hacer durante el verano.

Todo el alboroto con los tiburones no es más que una justificación para transmitir, tanto simbólica como literalmente, toda la explosión de emociones y sensaciones que está viviendo la joven Rosina. Todo a su alrededor está explotando —las hormonas, la preocupación de la gente por los tiburones, incluso la vida de su hermana mayor, que tiene que tomar un examen importante—, y aunque ella parece reaccionar siempre con la más absoluta indiferencia, es a través de sus acciones que nos damos cuenta que, en realidad, es capaz de hacer cualquier cosa por cumplir sus metas. Consideren, si no, su breve visita al garaje del desagradable Joselo (Federico Mosorini), y sus posteriores intentos de venganza, los cuales involucran a una perrita, un chip de celular y, eventualmente, el bote que él utiliza para pescar.

En ese sentido, Rosina termina siendo una protagonista fascinante —ella decide no decir mucho con su rostro, tratando de hacer que los demás piensen que nada le importa cuando, como a todo adolescente, la verdad es que en realidad le importa todo. Una chica menciona, mientras la hermana de Rosina se fuma un “troncho”, que a ella “todo le chupa un huevo”, y no se equivoca… al menos superficialmente. Dicha apatía hace que Rosina sea un personaje con el que resulta un poco difícil empatizar, pero al a vez, las situaciones en las que se ve involucrada, eventualmente, logran que uno conecte con este mundo de tiempos muertos, playas vacías, perritas perdidas, y padres desinteresados.

Rosina es, pues, una chica solitaria, como tantos adolescentes a los cuales le cuesta formar lazos fuertes de amistad o romance. Prefiere moverse sola en bicicleta o a pie, en vez de hacer amigos o involucrarse con el grupo de su hermana, y cuando trata de relacionarse con el anteriormente mencionado Joselo, las cosas no salen demasiado bien —consideren la escena de masturbación bastante desagradable, en la que notamos que Rosina no siente más que una leve curiosidad por saber lo que está haciendo el desconsiderado chico. Nuestra protagonista es ignorada frecuentemente por sus padres —están más interesados en sus problemas monetarios, y en la falta de agua en la casa—, repudiada por su hermana (bueno, digamos que tiene al menos una buena razón), y resulta casi invisible para los demás chicos del pueblo. Si muchos de sus planes funcionan, es porque nadie más la nota —dicha invisibilidad es una de las fuentes de sus inseguridades, sí, pero eventualmente, también la utiliza para su propia ventaja.

La debutante Romina Betancur hace un buen trabajo como Rosina —el último plano de la película es memorable, tanto por su significado, como por la expresión de la actriz— y la dirección de Lucía Garibaldi es sólida. Mezcla planos de poco movimiento con trackings de su actriz principal, ya sea en bicicleta o caminando, y utiliza también primeros planos para que veamos el mundo desde su perspectiva, como alguien que no habla ni interactúa mucho porque no necesita hacerlo; porque casi nadie le pide su opinión, o porque prefiere quedarse con sus comentarios y sentimientos adentro. El acabado técnico de “Los tiburones” es pulcro, haciendo un buen uso de sus locaciones —playas, bosques, interiores de casas algo descuidadas— y, en algunos casos, de luz natural.

“Los tiburones” se siente como una película extremadamente personal para su directora, quien claramente quería contar una historia sobre la pubertad y todas las complicaciones que eso trae consigo. Favorece el realismo y el minimalismo —Rosina nunca usa maquillaje, revelando granitos y otras detalles muy propios de la adolescencia que Hollywood casi siempre prefiere ocultar—, y aunque por momentos se alarga demasiado, obviando las elipsis y mostrando varios procesos o caminos en toda su extensión, la película no resulta ni tediosa ni redundante. “Los tiburones” es una ópera prima engañadoramente sencilla pero muy honesta, la cual tiene mucho que contar sobre una de las etapas más complicadas de la vida de cualquier ser humano. Puede que ya hayamos visto varias películas con mensajes similares, pero eso no quiere decir que no valga la pena escuchar lo que “Los tiburones” tiene para decir.

Avance oficial:

70%
Puntuación
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